sábado, 26 de noviembre de 2011

MUJERES EN EL CEMENTERIO DE TALAYUELA

Era el día de Todos los Santos y entré en Talayuela por la carretera de Navalmoral. La vista que ofrece Talayuela cerca del Pozo de la Fuente de Abajo se impone a todos los ojos que la miran coronada por el azul de la sierra de Gredos. Aquellos campos parecía que no envejecían, era como si el tiempo no hubiera pasado por ellos, ni siquiera la sierra tenía el color sepia que da a la fotografía el paso de los años. Bajé la ventanilla y entraron por ella los mimos olores de siempre: a campo, a lluvia, a hierba mojada...Estaba seguro que era una sensación pero me parecía que se respiraba mejor que en otros lugares.

Entraba en Talayuela y ella continuaba su ritmo propio de la vida que se vive independientemente de quien entre en ella. Nunca tuvo murallas ni puertas que impidieran el paso a los viajeros que hasta ella se acercaban. Barrio de las casas Nuevas, Barrios Altos, la Tahona, las Casas del Molino convertidas en pisos...Desde allí ya aparece la iglesia de San Martín que a mi me parecía, en aquel momento, de las más hermosa que he visto, aunque también sé que, aquello, era otra sensación.

Noviembre recién estrenado se asomaba a las esquinas de las calles con traje recién puesto y brindaba con su mes rebosante de días y de luz. Voces de niños, de marroquíes, de sonidos de campana muda de la torre, de gitanos: ¡Calle Cisneros, niña/ calle del aire! /Del Malagón lo traigo/ ¿quien lo comparte? / De sabor a menta llevo /y doy por un beso/ y una cestita llena /por un “te quiero”. Me parecía que esa calle se vestía con bata de cola y daba unos vueltas por Alegrías sobre sí misma, mientras los árboles de la plaza le tocaban las palmas con el roce de sus hojas: ¡Calle Cisneros, niña, calle del aire...!

Pasé por La Plaza Vieja, el parque, que un día lo fue y ahora ya no lo es, donde el aire y los árboles tiran besos a Talayuela en las hojas caducas que lleva el viento. La calle de las Madres, aquellos pozos grandes de agua, porque ella siempre es fuente de vida, que recorría un arroyuelo oculto, de una a otra, hasta los Pilones. La carretera de Jarandilla hacia arriba escoltada por árboles y acera donde Talayuela se pasea y se mira en los días de fiesta. Carretera de Santa Maria con vocación de avenida, a sus lados palmeras tan altas que recuerdan el Magreb, y el antiguo cementerio, ahora convertido en residencia de mayores.

Después llegue al cementerio que era donde había ido por ser la víspera de los Todos los Difuntos. Desde las calles salían riadas de gentes, muchas con flores en las manos, para entrar en el cementerio que, a su vez, ya se encontraba casi lleno. Por extraño que pudiera parecer, aquel lugar era el más bullicioso de todo el pueblo. Las mujeres terminaban de limpiar las lápidas de sus familiares y, también, sus conciencias: ¡y... todo en la vida, para terminar aquí!... se decían pesarosas unas a otras, al tiempo que terminaban de colocar las flores con sus manos ya rugosas. Cuando el frió del arreglo de las lápidas, las flores y de las oraciones por sus difuntos terminaba, se abría otro frente mucho más caluroso en las conversaciones convirtiéndose en confidentes las unas de las otras: ¿cómo te encuentras’ ¿Cuánto tiempo sin verte? Y la otra respondía con una retahíla de verdadera confesión de sus últimos años donde el dolor y la vejez ya habían hecho mella en su cuerpo. Las calles del cementerio hervían de tantos secretos a media voz como se entregaban entre sí las mujeres. Los suspiros que salían de sus pechos provocaban tal vendaval que movían las ramas de los pinos del cementerio y lloraban dejando caer las gotas de agua que la lluvia había puesto en ellas.

¿Donde se encontraban los vivos y donde estaban los muertos? Era difícil saberlo en aquel ayuntamiento de tumbas que parecían casas con puertas llenas de flores y personas hablando de los de dentro como si estuvieran fuera. Se daba rienda suelta a las lenguas y los rostros de las mujeres llevaban pegados a ellos las vidas de todos los difuntos que allí estaban. Ahora sabia la razón por qué aquellos campos parecía que no envejecían, todo el tiempo transcurrido se había pegado a los rostros de las personas que allí estábamos. Nosotros sí reflejábamos el paso de los años mientras los difuntos permanecían vivos con la última imagen que vimos de ellos.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

MUJERES BORDADORAS DE TALAYUELA

Cuando el aire dejaba de ser caliente en los meses de verano y parecía que ya era brisa en aquellas horas de fuego. Cuando los trabajos en el campo habían cedido y se avecina la colorida otoñada, se veían en Talayuela grupos de mujeres que, sentadas a las puertas de las casas o a los socaires, hacían corros para bordar los manteles de tela que traían de la vecina Lagartera.

Sentadas en sus sillas bajas de enea, todo lo más del blanco del mantel colgando sobre sus rodillas, caía, en pliegues velazqueños, en un cesto a sus pies que lo recogía. En sus haldas un bastidor marcaba un trozo de mantel de blanca textura zurbariana sobre el que las manos de las mujeres iban bordando los motivos elegidos. Sobre su pecho, prendidas en su ropa, agujas con diferentes hebras de hilos de colores para dar vida y color al bordado.

El bastidor marcaba el espacio del mantel, como una plaza de toros, sobre el que se debía trabajar en aquel momento. Las soñadoras manos de las mujeres realizaban el arte de romper el blanco de la tela haciendo emerger flores, hojas, tallos... que hacía de aquel mantel una prenda delicada y colorista. Todo el rito había empezado enhebrando las agujas con el color elegido y comenzar a dar puntadas sobre la tela del bastidor. Como si de banderillas se tratase se punzaba la aguja por arriba, en puntada larga o corta, emergiendo por debajo del bastidor y procediendo a sacarla por el lado contrario, para ir dando forma al dibujo. El dedal protegía el dedo corazón de los posibles pinchazos de la cabeza de la aguja. No era solo saber bordar había un mucho de creatividad en la elección de los colores y de las formas.

A la vez que se bordaba se soñaba con quien utilizaría aquel mantel, o se cubriría con aquellas sábanas. Los sueños nunca dependen de la edad pues el corazón siempre es joven eso es lo mejor y, a veces, también lo peor. Los sueños siempre se cosen con el material más débil que se tiene por lo que casi nunca se cumplen o se rompen fácilmente. “Yo, amor, he aprendido a coser con tu nombre, y voy juntando mis días, mis minutos, mis horas, con tu hilo de letras” Gioconda Belli. Porque se trataba de bordar como una ayuda al sustento familiar si, pero se bordaba en el corazón los sueños por venir, los trozos de vida ya pasados que dolían ya no más que un pinchazo con la aguja en los dedos. Se trataba de bordar el sentimiento del beso robado, el desamor de los días iguales, de poner color al negro de los sueños rotos. Se bordaba y se pensaba que el dolor no mata, solo hiere de muerte, pero nunca termina con la vida. Se trataba de coser, de zurcir, hilvanar...la propia vida y hacer de ella una pequeña obra de arte, que a todo daba tiempo en aquellas tardes de otoño o de invierno.

Cuando las tardes eran desapacibles se bordaba en las casas ayudando a los ojos con la luz que entraba por las ventanas. Se creaba entonces un ambiente de secretos y silencios que el mismo pintor holandés Jan Vermeer hubiera querido conocer para reflejar en sus pinturas. Se trataba de bordar, mientras esa incansable lluvia no paraba en todo el día y golpeaba los cristales de la ventana marcando un ritmo monótono al pasar de las agujas por la tela del bastidor, pero se trataba de prender con hilos de colores el desafío velazqueño de las Hilanderas y no quedar convertida en inútil araña. La vida se abría paso día a día pero con tantas falsificaciones como en el cuadro de Velázquez en que nada es lo que parece y se hacia necesario mucho arte como se ponía en el bordado. La vida solo pende de un hilo y se puede elegir el color que nos debe mecer.

Después venían a recoger los manteles o las sábanas con su embozo bordado en blanco y se llevaban parte de los sueños que las mujeres habían prendido en sus bordados. Dejaban en sus manos otras telas blancas de textura zurbariana pero ya habían aprendido, con la paciencia de las puntadas, que para lograr lo imposible solo se necesita un poco de tiempo.

jueves, 3 de noviembre de 2011

AURORA ALVÁREZ JIMÉNEZ

MUJERES PRENDIDAS EN EL AIRE DE TALAYUELA (III)

AURORA ALVÁREZ JIMENEZ

Cuando en Talayuela atardece se sientan las mujeres a la puerta de la calle buscando el frescor que llega de los Praos. Llevan el arte de la conversación en los labios y en sus manos una silla de enea para hacer un corro de conversaciones. El cielo tachonado de estrellas recoge aquel barrio de las “Casas Nuevas”. Desde allí se divisan mejor las estrellas que hacen guiños desde el cielo como si quisieran sentarse con las mujeres en su corro. A veces se ven estrellas fugaces que equivocan el rumbo que les marca el murmullo de sus conversaciones  y se pierden en la atmósfera fría en vez de llegar al corro de las mujeres Otras estrellas prenden las conversaciones de las mujeres con alfileres de cabeza de plata que brillan en medio del cielo azul de las noches de verano. Ese Barrio de las Casas Nuevas es la puerta de Talayuela por el Sur. Por el que se comienza a entrar en un mundo de edades ya pérdidas y de sueños originales que ellas nos hacen presente con solo su figura...tanta quietud recibo al contemplarte, y tanto gozo encuentro en tu presencia...

Aurora Álvarez Jiménez cuando mira al cielo tachonado de estrellas y ve un grupo de ellas que brillan más que las demás, piensa que son las sillas relucientes en las que se sientan tía Maria, Emiliana, Adela Teodoro, Trini y tío Paco... que les miran desde el cielo, añorando el tiempo que pasaron juntos mientras criaban a sus y los animados corros de verano a las puertas de sus casas...las estrellas son ojos de pestañas inquietas que se abren y se cierran continuamente...

Aurora Álvarez Jiménez nació el treinta de enero de mil novecientos veintidós y ahora le parece que todos esos días han sido solo un suspiro, como ese breve instante en que las estrellas se tocan levemente la punta de los dedos con la aurora del día y se despiden mutuamente. Le gusta, eso si, todo lo que ha creado a su alrededor y sus mejores recuerdos están ligados a su familia. Se llena de emoción cuando recuerda el nacimiento de sus hijos y de los que les nacieron de ellos: veintitrés nietos y veintidós biznietos. Recuerda como las Nochebuenas, por ser unas fiestas que le gustan, y por el jaleo que se montaba en su casa pues, por ser tantos, tenían que cenar por turnos...pasamos fácilmente de la risa al llanto pero terminamos llamándonos hermanos y todo eso alrededor de  la mesa del comedor...

Piensa en todo lo que ha trabajado y dice que ha merecido la pena los esfuerzos que hicieron su marido y ella, la alegría que les inundó cuando estrenaron la casa en este barrio, sus hijos pequeños a su alrededor...¡le echa tanto de menos!... que por tenerle mas cerca le lleva siempre en una medalla, con su retrato, colgada a su cuello, golpeando su corazón al andar, como si aún caminara a su lado protegiéndola...la que quiera que la quieran, con finura y calidad, busque un mozo de este pueblo, y lo bueno probara... ¿Estará sentado en aquella estrella que tanto me mira y parpadea?
¿Por qué nos dejamos perder la Hondonera, piensa ahora, aunque solo sirviera para que se recuerde todo los que se nos debe a las mujeres de mi generación? ¿Quién nos pagara los desvelos y ese camino andado con un cesto de ropa en la cabeza y un trozo de pan y de morcilla para comer?  Ahora han querido hacer allí una ermita dedicada a la Virgen, una mujer, pero no terminan de rematar; cuando ya aparece terminada se vuelve a abandonar: Dios nos libre de la dejadez y el abandono.

Le gusta pasear por el camino de la Higuera Loca. Siente que ese camino le transmite serenidad,  tranquilidad, y le hace comprender que ella es parte de este pueblo y de estos campos que trabajo con sus manos. Sabe que la lluvia y el sol la rejuvenecen siempre pero las estrellas le confían secretos antiguos y por la Vía Láctea de la memoria acude al encuentro de personas que la protegen desde arriba.