sábado, 5 de mayo de 2012

LOS NIÑOS DEL COLEGIO JUAN GÜELL, DE TALAYUELA

Cuando se tienen muchos años se prefiere dar gusto al niño que se fue de cuando se tenían pocos. Quienes atienden a personas mayores dicen que de los muchos recuerdos que se tienen se ponen más vivos y cercanos los de la primera edad. Se por experiencia que cuando se han andado muchos kilómetros se encuentra más paz en el lugar del que saliste de niño para comenzar a caminar todos los caminos que se han andado después.

Llegaron a la plaza de las Catedrales, ahora ya sin coches aparcados, donde el sol hace reinar las piedras de los edificios. Era el 26 de Abril y no creo que fuera un grupo de más de dieciocho personas. Al acercarse percibí que traían pegados así el olor de las plantas abrileñas de la dehesa de Talayuela y la luz de sus campos les resbalaba por los dedos de las manos. Al andar y al hablar traían el ritmo de los sones antiguos de Talayuela.

Era una visita a la Catedral de Plasencia de alumnos del colegio Juan Guel, de Talayuela, con dos profesores- José Luís García y Margarita Vizcaíno- y algunas madres. Miraban y andaban por las catedrales de Plasencia buscando lo asombroso que se ocultaba detrás de cada rincón. No parecía sino que les ayudaban las “botas de las siete leguas” para patear las escaleras de piedra. Subimos y bajamos espacios, viendo libros, piedras talladas, vacíos inquietantes; pasábamos del siglo XIII al XIV, del XV al XVIII con solo dar unos pasos. En el paseo por la cornisa de la catedral nos parecía tocar las nubes y volar agarrados a las alas de las cigüeñas. Al pisar por encima de las bóvedas sabíamos que sostenían nuestro peso solo porque reconocieron que nuestros pies habían pisado la misma tierra de pinar en que crecieron los pinos que sirvieron para hacer los andamios de las dichas bóvedas. Algo del pinar del Hornillo y del Moreno se había quedado impregnado en las paredes de la Catedral que nos reconoció.

Eva María, Alicia, Sergio, Ramón, Elham, Javier, Pilar, Dimas, Andrea, Carlos, Emilia y Carlos David. Miré sus ojos, que miraban admirados a su alrededor, y vi cómo se asomaban los rostros de mucha gente de Talayuela, antepasados nuestros, que traían a mirar a través ellos. Estábamos diecisiete personas juntas pero éramos muchos más los que salieron de los ojos de los niños para acompañarnos aquella mañana: Breñas, González, Vizcaíno, Lamas, Martín, Merino, Núñez. López, Zhuo Lin, Jabri... Todos nuestros antepasados volvieron a correr por nuestras venas.

Cuando les veía andar por las bóvedas del claustro, mirar sorprendido aquí o allá, me estaba buscando a mí mismo, escudriñando lo que fui yo en lo que ellos eran ahora. La mirada atenta y protectora de sus madres y profesores me hicieron pensar en lo que perdemos al hacernos mayores.

Después de casi tres horas se marcharon envueltos en el mismo aire que les había traído hasta aquí. Aquellos niños, madres y profesores se llevaron los siete pretextos para hablar. Se marcharon al mismo lugar que nos vio nacer, en el que estábamos antes de que la vida nos pusiera encima muchos trajes con los que nos ven diferentes ojos, dejándome pensando que, todas las pompas, siempre son fúnebres.