martes, 29 de junio de 2010

DESPUES QUE PASABA LA FIESTA DE SAN JUAN...


Después que pasaba la fiesta de san Juan la vida en Talayuela comenzaba a cambiar. Era como si un viento huracanado entrara por las rendijas de las ventanas y las puertas, las abriera de par en par, y echara la vida a la calle. Era como si la luna le echara una mano al sol y le ayudara a que su luz entrase por todas las alcobas de la casa impidiendo a los mayores y los niños cerrar los ojos y dormir.

Las calles y las plazas de Talayuela se comenzaban a llenar entonces de una manada de olores y sabores que entraban por la nariz del que pisaba las calles y, envolviéndole, le transportaban a otras casas. El día comenzaba colaborando cada vecino en la limpieza del pueblo. Cada uno barría la puerta de su calle y refrescaba con agua para no levantar mucho polvo al barrer, olor a tierra mojada, mientras en el corral de al lado cantaba el gallo que se engordaba para Noche Buena. Cuadrillas de mujeres salían al campo para binar el tabaco, con amplios pañuelos y sombreros que las cubrirían el rostro del ardiente sol. Se esparcía el olor a café de puchero, del camello, café portugués, que se había comprado de estraperlos a una mujer de Aldeanueva; el olor de pan recién hecho en la tahona; el olor a humo de piña y de cañazos del pinar quemados en la lumbre de cada casa. Rápidamente otro olor se percibía. Se trataba del olor a cal recién dada en las fachadas de las casas que después el sol se quedaba como pegado en ellas de tan blancas como quedaban. El olor a cal, a limpias casas, despedía las fachadas y los tapiales que hacían llenar de orgullo a sus moradores. La blancura de la cal en las paredes, a veces sobre un zócalo de cal morena, y su olor se mantenía con una fidelidad absoluta a la limpieza por estas fechas y al adorno del pueblo al que todos contribuían. A veces, un geranio o claveles, en latas de sardinas que hacían de macetas, rompían el blanco refulgente de las paredes.

Por las mañanas también había olores en el campo al heno recientemente guadañado y se comenzaba a segar la cebada. En el pueblo olía a agua del pilón que remojaba la ropa blanca al sol en barreños de cinc. Ropa lavada con jabón hecho en casa para blanquearla y olor a limpio. Cuerdas tendidas en la pared de enfrente para secar las ropas al sol. Y sosa mañanera para blanquear las piedras de los umbrales y a veces de los suelos.

En las tardes comenzaba el ritual que, día a día, se repetía y era siempre novedoso. Ya se habían colocado matas de albahaca en las ventanas para ahuyentar los mosquitos. Se regaba bien la puerta de las casas desde las piedras del enrollado de las calles a las “lanchas” de las casas que se defendían de aquella invasión de cubos de agua que apagaba su calor, despidiendo una especie de nieblilla calurosa. Después de este apagar el calor de la calle se abría la ventana de la cocina, que daba casi siempre, a la misma calle, y comenzaba a esparcirse el olor a pimientos fritos, pollo frito, entomatada, berenjena, pisto, sopas de tomates o de patatas…aquello eran los olores de las noches del verano. Se cenaba de los que ya se había separado la mitad para meterla en las fiambreras y que fuera la comida del día siguiente en el duro trabajo del campo. Después de cenar, cada persona mayor de la casa, con su silla de enea, salía a la calle para hacer la tertulia en corro con los vecinos. Allí comenzaba el “Parte” de las noticias del pueblo que a veces se remontaban tan atrás que solo los muy mayores lo guardaban en su memoria: si hoy fuera sábado, los mozos y mozas, pasarían cantando la Torera, mientras ellas tarareaban la estrofa que se les había quedado prendida en su memoria. Los niños jugaban a los juegos propios, siempre gritando, hasta que un vecino les llamaba la atención porque a la mañana siguiente tenía que madrugar. Y un olor a sandia recién partida comenzaba a extenderse, mientras su sabor refrescaba la boca y la garganta, de los vecinos en corro, de aquel calor que ni las noche de julio lograba abatir.

Cuando el cansancio y el sueño vencían a los niños, se tiraban en las lanchas de las puertas, miraban aquel cielo cuajado de estrellas y descubrían lo que alguna persona mayor les había dicho: el mismo cielo señalaba el Camino de Santiago con aquel cuajaron de estrellas que se marcaban en el azul del cielo. Después, a pesar de lo duro del cemento, se quedaban dormidos y, como el niño que fuimos ayer es el padre de la persona que somos hoy, sin echar de menos el colchón de lana de oveja de su cama soñaba caminos lejanos, acunados por la conversación de los mayores.

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