sábado, 18 de diciembre de 2010

CAMINO DE LA FERIA DE SAN MARCOS ( Y V )

La mañana de la Feria amaneció limpia, como son las mañanas de Abril en el Campo Arañuelo. Rápidamente comenzaron a abrirse los puestos de todo lo que es posible comprar o vender en una feria como esta. Como un enjambre de abejas comenzaron a aparecer personas que llenaron de colorido aquel llano verde. Se oían los mugidos, validos, ladridos, rebuznos, cacareos y se veían toda clase de animales que, más allá de las casetas de la feria, esperaban ser comprados o vendidos. Una liturgia de ofertas, precios, regateos, se concluía con un apretón de manos. Cuando la compra ya se había cerrado el nuevo dueño pasaba a hacer su marca en el animal recién adquirido y, vendedor y comprador, con los amigos que mediaban en el ajuste del precio, se marchaban a la cantina a pagar el alboroque de la compra. Y así, uno y otro trato, mientras se aprovechaba en los tenderetes para comprar cualquier utensilio necesario para el ajuar: adornos para el pelo, semillas, caramelos, hierbas para tal o cual remedio, tanto para las personas como para los animales.

En este último tenderete vi al mozo del caballo comprando hierbas que impedían la infección de cualquier herida. Eran hierbas que se habían recolectado, según le decía la mujer vendedora, en las laderas de las cumbres de la sierra de Gredos, en el verano anterior. Dichas hierbas tenían la facultad de impedir la infección de las heridas y que siguieran su curso normal de curación sin el riesgo de las infecciones y, tal vez, la muerte, de la persona o animal que las comiese.

La tarde era para el toro que se toreaba en aquella plaza que se hacia con los carros de quienes habían ido a la fiesta. Aquel círculo imperfecto se llenaba de personas que adornaban los varales con pañuelos de cien colores, cintas de raso que ponían en las guijadas de los mozos, las voces, de un carro a otro, los gritos de un lance peligroso del que salía herido alguien. El toro de aquel año no dejaba a nadie en la plaza, pues la corría con bravura, dejando su olor y su soledad detrás de él, pues eran pocos quienes saltaban al centro de aquel improvisado ruedo.

Por un espacio que se había dejado olvidado entre los varales de dos carros, saltó, al centro del ruedo, la yegua a quien el mozo hacía correr, llevando en la mano un sombrero de paño con cinta azul y con el que llamaba la atención del toro quien por fin tenía a alguien a quien seguir en aquel incomprensible y estrecho cerco. Animal, jinete y toro, hacían unas bellas posturas que la gente aplaudía agradecida y los mozos miraban con envidia. Así una vuelta y otra que eran la admiración de quien miraba pues no parecía sino que aquel jinete con su yegua y el toro hacían las estampas más bonitas de todo lo que se había podido ver en la Feria; no parecía sino que aquella yegua había enamorado al toro a quien ahora se acercaba caracoleando y mas tarde se alejaba y se plantaba de frente provocando en el toro un intenso deseo de tocar con sus cuerno aquel animal. Así una vuelta y otra, que no parecía sino que yegua y toro se habían enzarzado en un cortejo de estéticos, en el que solo ellos dos participaban, ajenos a los aplausos y los gritos que provocaban en quienes les miraban. Los crines de cola de la yegua le llegaba a la frente del toro que no parecía sino que le encelaba más mientras gotas de sudor del animal le caían sobre los belfos del toro que parecía provocaba un deseo de aquella yegua que expresaba con grandes mugidos. Pon fin había reconocido aquel olor, había encontrado la imagen perdida hacia unos meses y la voz del mozo que llamaba al toro no hacia sino provocarle mas deseos de seguir a la yegua. En un lance celoso, el toro se arrimó excesivamente al animal y en un deseo de acercar su cara hacia él, le empitonó en el vientre y le salio a borbotones la sangre. Los mozos, que observaban tras las ruedas de los carros, creyeron que había terminado aquella sucesión de equilibrio perfecto, de estampas embellecedoras del aire, que corría peligro la vida del caballo y del jinete, se abalanzaron sobre el toro que, al olor de la sangré, olió la muerte de aquella yegua y se abandonó a la suya propia. Sin aquel otro animal en la plaza, parecía que el toro no tenia necesidad de correr ni de jugar con nadie más en aquel estrecho cerco y solo deseaba dejarse matar sin defenderse. Ya en el suelo el toro, dejo que la muerte se llevara el color de su mirada, en sus ojos vidriosos volvió a ver la imagen de la yegua y la vida se le escapo en un fuerte mugido que llegó hasta la yegua, haciéndola relinchar tan fuerte, que estremeció a su dueño, testigo vivo de aquel cortejo.


Mas tarde pude ver que el mozo lloraba junto a la yegua herida, sin querer acercarse hasta el toro muerto que él había criado. En su cara dos lagrimas rodaban y en sus ojos imágenes de la potrilla y el ternero, corriendo libremente, jugando como enamorados, por los campos de la finca de su padre.


Aquí terminamos este camino, amigo caminante, el de la Feria de San Marcos, en el que hemos compartido miradas cargadas de futuro. Al terminar inventando una historia es solo por afirmar que, por difíciles que sean nuestros días, somos capaces de vivir, de sentir, de admirar, de imaginar, de compartir “...que aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias...”Discurso de Vargas Llosa. Premio de Literatura 2010.

EN TALAYUELA PINOS, CAMPOS
Y LOS TOROS POR SAN MARCOS


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