viernes, 3 de diciembre de 2010

CAMINO DE LA FINCA DE SAN MARCOS ( III )

Andemos, andemos, amigo, este camino dejando a la izquierda el espacio de Las Eras, donde dormitaban los pastores con sus rebaños de ovejas y vacas, buscando los pastos de inviernos más suaves que los fríos de la sierra: ya se van los pastores a la Extremadura, ya se queda la sierra triste y oscura... En Las Eras, antaño se trillaba la mies para sacar el mejor grano de trigo y, ahora, convertido en Colegio Nacional, que es donde intentan sacar lo mejor de cada niño que allí va. Los maestros son los arquitectos de la mente. Lo que un profesor siembra en sus alumnos les ayuda en su estructura mental y ya les acompañara para siempre. Los maestros, aquella enciclopedia Álvarez, algún tortaz0, merecido o sin merecer, y sus deseos de enseñar nos equiparon para poder interpretar la vida. Aún suena, por allí, la música con que nos hacían aprender la tabla de multiplicar en otros tiempos: siete por una es siete, siete por dos catorce, siete por tres veintiuna...y la lista de los reyes godos, y los de Castilla y León, que ahora contemplamos en las estatuas de la plaza del Palacio Real, en Madrid. El rostro de aquellos maestros aparece en algún rincón de la memoria siempre que paseo por aquella plaza de Madrid.


Nos introducimos en la calleja que nos lleva a el cerro Las Cabañas, y, entonces, al camino de tierra, le hacían cortejo a ambos lados unas matas de zarzales que, con sus moras y espinas, nos servían de dolor y merienda alguna tardes del otoño. Muchas veces, al volver a Talayuela, ya casi al anochecer, por esta misma calleja que ahora andamos, las sombras se apoderaban de nosotros introduciéndonos en ese estado en el que la realidad y la ficción casi no tienen límites perfilados. La ficción nos hacia ver monstruos en los árboles; las zarzas que se enganchaban a nosotros eran garras de bestias inimaginables y el aire, silbando a nuestro alrededor, eran voces que nos amenazaban. La realidad nos llegaba envuelta en el humo que salía de las chimeneas de las casas; nos la acercaba los gritos de los demás niños que en el pueblo jugaban al cinto corrido o al escondite. Mas adelante en el camino, lo auténticamente real, era alguna pareja que había perdido el tiempo mientras el cántaro rebosaba de agua en el Pilón de abajo.


Al final de esta calleja y en lo alto del cerro Las Cabañas, a la izquierda se encuentra el tejar de los Coriscos. Con otro tejar contó este pueblo, amigo caminante, el de tío Germán y posteriormente la cerámica de Rodrigo Vizcaíno. Todos ellos suministraron las tejas y ladrillos para reformar las viviendas y corrales que hasta entonces estaban hechas con adobes. Aquellos charcones de agua estancada en verano, necesaria para amasar el barro de las tejas y ladrillos, era el lugar preferido para el mosquito anopheles que transmitía el paludismo con su picadura. Los trampales eran el lugar de las ciénagas; del canto de las ranas en las noches de verano; del miedo a las profundidades por creerles arenas movedizas que nos sepultarían si las pisáramos: “...tiene el miedo muchos ojos, dijo Sancho al Quijote, y ve las cosas debajo de la tierra, cuanto mas encima en el cielo...”


A la derecha de este camino se encontraba la Caseta de tío Rufo, el solar donde tía Práxedes y él, tenían sus gallinas y un pequeño huerto. Ahora han construido sus viviendas Octavio y, también, la casa de su hija Begoña. A Begoña la conozco más por la voz que por el rostro, puedo pasar a su lado y no reconocerla hasta oírla hablar. Durante mucho tiempo era la primera voz que sonaba a través del teléfono cuando llamaba a su trabajo. Era fácil entretenerse con ella comentando las noticias sobre el día, antes de pasar al verdadero motivo de la llamada. Hay veces que nada se puede hacer cuando escuchamos una voz que nos envuelve y acierta siempre en el tono de las palabras precisas, pues tan importante es lo que se dice como el sonido que tienen al decirse.


Aquella caseta estaba situada algo más de las afueras del pueblo y servía, también, de invisible cerco, al límite que los niños no teníamos que traspasar. Ya eran suficientemente peligrosos los trampales, los charcos del tejar de Corisco, la regadera que salía de ellos y regaba el huerto de Hilario, para que encima nos dejaran pasar más allá de la caseta de Tío Rufo y nos empitonaran las vacas del marqués. Aquella caseta era la imagen de la mano invisiblemente alargada de nuestros padre que hasta allí llegaba para impedirnos ir mas allá de ella y evitarnos los peligros que a ellos les parecía que pudiéramos tener. ¡Más allá hay dragones! parecía que nuestros padres quisieran decirnos las mismas palabras que los conquistadores decían a los hombres de su ejército, cuando no querían que traspasaran un límite: mas allá hay dragones.


Después nuestros propios padres nos enviarían a espantar conejos y perdices para que pasaran delante de los puestos, con escopetas de muerte, en las cacerías que hacia el marques, a cambio de un bocadillo y unas pocas pesetas. Entonces nosotros ya no éramos tan niños ni temíamos peligro alguno, pues la fuerza de la juventud estaba de nuestra parte. Entonces ya, la edad nos había apartado para siempre de aquel inocente mundo infantil en el que los cristales de colores tenían más valor que el oro; los escasos juguetes de cartón les creíamos con vida propia y, para contar los amigos, no teníamos suficientes dedos en las manos. La juventud se llevó, bruscamente, la cándida felicidad del sabor de una tableta de chocolate Quintín, el pan con aceite en la merendilla y la colección de cromos que hacíamos en aquel espacio en que vivíamos, cuyo invisible límite, por esta parte del pueblo, era la caseta de tío Rufo y el tejar de los Coriscos.

EN TALAYUELA PINOS, CAMPOS

Y LOS TOROS POR SAN MARCOS

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