jueves, 11 de marzo de 2010

DESCUBRÍ MUY TARDE A ESTE ESCRITOR HUNGARO...

Descubrí muy tarde a este escritor húngaro, o fue muy tarde cuando editaron aquí el primer libro suyo que cayó en mis manos: El último encuentro. Solo sé que estaba en Santander y, en vez de admirar las montañas del valle en el que me encontraba de vacaciones, solo deseaba tener ese libro entre las manos y continuar su lectura con el mismo deseo que gozaba el clima aquel, tan distinto de la temperatura veraniega de Talayuela en agosto. Después, con el ánimo que nos persigue de leer otro libro del autor que tanto nos ha gustado, encontré Confesiones de un burgués. Es en la última parte de este libro, donde describe la experiencia interior que, después de haber viajado por toda Europa, de que todo se desmorona y ver el atroz horizonte que se acerca, ya no tiene otra posibilidad interior que volver a Budapest: de repente sentí que mi tiempo había tocado a su fin, que no tenia nada mas que hacer allí, que debía regresar a casa- entiende que la verdadera patria es la lengua húngara en la que deberá volver a aprender a expresarse, o quizás su infancia donde debe reencontrarse consigo mismo. Ahora, como último mensajero de una batalla perdida, solo deseo recordar y callar… y así termina el libro.
Los recuerdos de la infancia son imperecederos y lo son tanto que ya, cuando somos mayores, lo que se recuerda más y mejor es la vida de la infancia. Qué importa donde se esté en este preciso momento, o qué nos importa las hermosas ciudades que hayamos visitado, lo realmente importante es donde hayamos vivido la infancia.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, decía Machado. Los míos, que soy bastante torpe para ello, pero no esos recuerdos que son un flash, una foto fija de algo vivido y que todo lo demás de ese acontecimiento se desdibuja en la mente, sino los que son toda una secuencia completa, más menos, bien hilvanados, mis recuerdos mas antiguos son una escuela en un día de fiesta. Una escuela llena de niños, con pantalones cortos, sandalias de goma, que cogidos de la mano, para que no nos perdiéramos, nos repetía la maestra, salíamos de dos en dos, como si de un paseo se tratara. En la mano que nos quedaba libre agitábamos una bandera (ahora creo que la de España) y encaminándonos a las afueras del pueblo bajo la mirada atenta y la palabra gritona de la maestra para que no nos soltáramos de la mano. (Entonces las afueras de pueblo por el sur, eran las casas del Molino, enfrente de la panadería actual y de la maestra omito su nombre por temor a equivocarme) Íbamos a esperar a un señor importante que venía a inaugurar un palacio. (Señor importante y palacio eran dos palabras que llenaban de fantasía nuestra mente infantil) Recuerdo muchas personas allí, pero a los niños nos pusieron en primera fila. Mis recuerdos ahí ya se hacen nebulosos, pero se que a una orden de la maestra agitamos nuestras banderas, los mayores gritaban algo y aplaudían, pasaron unos coches y allí terminó aquello. Regresamos a la escuela cogido de la mano del compañero, pero ya sin la alegría que antes nos había motivado la maestra y con las banderas, de aquel papel tan frágil y colorido, rotas de poner tanta fuerza por agitarlas al paso de unos coches.
Después, pasado el tiempo, supe de qué persona importante se trataba y qué palacio iba a inaugurar. Con la persona importante no llegué a tener trato, pero con el palacio infantil entable buena relación con el paso de los años. Y ahora mismo, como todos los días, acabo de llegar del cerro de donde salieron aquellos hombres, junto a los cuales se refugió el emperador y hubo que construirle ese palacio que, pasado el tiempo que lo deterioró, pasó por Talayuela, el coche negro de la persona importante, quien lo iba a inaugurar.
Después, pasados muchos años ya, una noche apenas podía dormir y esa imagen infantil de agitar una bandera venía a mi mente como si acabara de llegar de la escuela. Otro amigo y yo, habíamos quedado sobre las nueve del amanecer de ese mismo día y había que dormir pero no podía hacerlo. A una noche siempre le llega su mañana aunque no la hayamos dormido y, mi amigo y yo, nos fuimos a la Plaza Real de Talayuela a la hora fijada. Queríamos oír los comentarios de las personas y ver qué hacían los policías cuando vieran lo que habíamos puesto la noche anterior a últimas horas.
De la esquina de Caja Extremadura a la esquina de la casa de los Coriscos, entre los cables de luz que cruzaban la carretera, habíamos puesto un cordel que dejaba caer, en el mismo centro de la carretera, una bandera negra, verde y blanca. Era bastante antes de que el Estatuto de Autonomía la reconociera como bandera de Extremadura. Una señora que pasó por allí, mirándonos a Mario y a mí, y señalando a la bandera que habíamos puesto nocturnamente, nos dijo: ¿a quien coños se le habrá volado ese trapo?
Fue aquel tiempo en que creímos que había colores impresos en tela que nos diferenciaban; que nos unían solo a unos cuantos; siempre esperábamos de los otros, lo que nosotros necesitábamos de ellos; siempre había latente un nosotros y un vosotros que nos llevaba a juzgar apasionadamente todo.
Tal vez, lo verdaderamente real, solo fue aquel infantil salir de la escuela cogidos de la mano de otros niños; casi con un sentimiento de protección por que no se extraviara entre aquella multitud que gritaba algo que no comprendíamos; que no se perdiera lo que realmente era importante, que no era el papel coloreado que agitábamos y que termino roto, sino aquel otro niño que comenzó a hacernos comprender que somos responsable del otro sea como sea.

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